
Aún no recuerdo cual fue el motivo que me llevó hasta lo que fuera mi antigua casa, la de mi infancia, donde pasé las mejores historias que mi memoria pueda recordar. Pero allí estaba parada en la esquina de Estados Unidos e Ingeniero Huergo, acompañada de mis dos jóvenes hijos, el progreso se había llevado todo, inclusive la casa, solo se mantenía en pie una chapa que indicaba el 10, la casa del lado, la de arriba, donde vivía Doña Irma con sus hijas, Rebeca, Tais, Keny, Mamucha, Carmen, la que para la noche buena, preparaba la más exquisita sopa paraguaya, que por supuesto me convidaba y que yo saboreaba como el manjar más exquisito. Tampoco estaba el alambrado que separaba la ciudad del puerto, ahora todo seguía un mismo terreno, aunque todos supieran que de este lado era la ciudad y del otro el sofisticado Puerto Madero, los diques habían sido transformados en centros de lujo comercial, el puente de madera que me llevaba a la costanera era el cruce excéntrico con bancos y plantas, los guinches de carga y descarga de los barcos descoloridos y viejos fueron remodelados y alumbrados, tanto así que el paseo oscuro y desierto es ahora el más costoso de Buenos Aires. Ya no quedaban los buques cargueros que en la noche buena hacían sonar sus sirenas indicando que la Navidad había llegado.
Mi mente voló a los años de mi niñez y ví a mi padre preparando un pavo en el horno de la cocina Volcán a kerosene, mientras glaceaba un jamón en sus hornallas, a mi madre acomodando los mejores platos y copas sobre la larga mesa, acompañando con su canto lo que mi hermano interpretaba en el piano, escuchaba la música que invadía la cuadra y salía por los balcones abiertos, como la más clara invitación a celebrar con nosotros esa noche, vì a mi hermana vestida primorosamente acomodando algún adorno en el árbol, dejando los regalos que tanto disfrutábamos, aprestando a la figura del niño Dios para colocarlo en su lugar al llegar la Navidad, todos dispuestos a salir con urgencia a la misa de Noche Buena, donde al terminar regresábamos a casa tarareando los coros y villancicos que una vez más habíamos cantado en la Iglesia de San Pedro Telmo.
Es que el aire olía a Navidad, desde los comienzos de Diciembre el espíritu navideño invadía nuestros corazones y se reflejaba en nuestra vida.
De pronto unas campanas sonando me trajeron a la realidad, eran las campanas de la Iglesia de San Telmo, indicando quizás la hora y no pude detener las lágrimas que prontamente asomaron en mis ojos, el abrazo de mis hijos me recompuso, es cierto nada quedó como estaba, ni el buzón rojo de la esquina, donde todos se reunían después de las doce de la noche para desearse una feliz Navidad o un mejor Año Nuevo, sólo vivían mis recuerdos y lo que mis padres me enseñaron del amor genuino, ese mismo amor que como herencia he enseñado a mis hijos que sienten el aroma a Navidad en el aire, como en aquellos tiempos mi casa, la de hoy, se abre para todos que como nosotros creemos cada año que el niño Dios bendice nuestro hogar y nuestra vida. Las cosas cambian pero el espíritu es el mismo.
La Beduina
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