sábado, 29 de agosto de 2009

NUEVA NOVELA PERVERSA SEÑAL Arturo Ruiz



Queridos amigos, he publicado una novela que esta disponible en versión impresa en amazon y en versión tanto impresa como electrónica AQUÍ




Mientras les regalo este capítulo primero de PERVERSA SEÑAL



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Un bocado del libro Perversa Señal, espero que lo disfruten...
Armando comenzó a desnudar a Emilia lentamente, mientras que ella lo besaba. Armando se tomaba su tiempo: tanto sus lecturas y sus experiencias le habían convencido de que hacer el amor era un acto sagrado y que podía ser incluso una vía de santidad... en alguna religión que antigua que hubiera querido profesar; a cambio, así como algunos creen en Dios, Armando creía en la bibliografía y hay buena bibliografía para todo. El cuerpo de Emilia lucía como una estatua griega con la poca luz que se irradiaba por las ventanas.
Él procedió a reconocer con sus dedos y su lengua aquel cuerpo que otrora conociera tan bien y ella no tuvo más remedio que dejarse querer, sacudida por pequeños espasmos..., siguiendo siempre las enseñanzas de los chinos, tan sensuales como los hindúes, pero mucho menos acrobáticos, él procedió a lamerle a ella su sexo y ella comenzó a gritar. Finalmente hizo su entrada, que luego de aquella exhaustiva preparación no podía ser sino una entrada triunfal. Emilia gemía suavemente. Armando comenzó a extrañar sus aullidos, pero éstos finalmente llegaron. Armando había estudiado cuanto manual amatorio existía, pues él mismo se consideró siempre poco atractivo. De pronto ella guardó silencio pretextando la molestia de los vecinos.
¿Desde cuándo que a Emilia le importaban los vecinos? Acaso una señal de madurez, pero ¿desde cuándo las mujeres pierden deseo a los treinta? De pronto Emilia se retiró y comenzó a succionar el miembro de Armando de tal manera que nada pudieron las antiguas enseñanzas de los chinos y sus cavilaciones se desvanecieron.
Aquella noche, no obstante, Emilia pareció cansarse rápido y dijo que quería dormir. Armando debió darse cuenta, debió haber pensado, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Fue él quien se durmió primero, arrullado por una música suave, cansado por el judo y el tremendo trabajo del día, además de que Emilia se acostó a su lado y fingió también dormir. El sueño de Armando era profundo y Emilia lo sabía. Se levantó y encendió un cigarrillo. Contempló a la gigantesca criatura que yacía en su cama. Una lágrima comenzó a caer por su rostro, mientras intentaba descifrar cómo fue que el día vino a llegar hasta aquí.

Aquella mañana Rodrigo entró al Tercer Juzgado del Crimen. El verano aligeraba los atuendos femeninos, lo que hacía el día mucho más grato. Revisaba algún expediente, cuando una mujer rubia, por supuesto vestida con las ligeras ropas de rigor, le saludó fríamente. Rodrigo, acaso con ánimo de entablar una conversación eróticamente útil con su ex compañera de universidad, trató de recordar algo que a ella pudiera interesarle. No tardó demasiado en dar con su más reciente descubrimiento.
- ¿Supiste la última de Armando?
No fue una buena idea, pero Rodrigo no podía saberlo. El rostro de Emilia no pudo evitar una mueca de odio, la cual, sin embargo, él no advirtió, pues era presa del entusiasmo que envolvía su novedad entre los dientes y de su vana esperanza de avanzar de alguna manera en el ámbito sexual.
Resultaba que Armando, el primer amor de Emilia, el primer amor de verdad al menos, poseía ahora un enorme café de aquellos atendidos por mujeres con escaso atavío.
Emilia no podía soportar lo que oía, había pensado -sentenciado más bien- que Armando sería el clásico muerto de hambre, si es que hay algún clasicismo en morirse de hambre. Ella había pensado merecer más que él y ahora ya era toda una abogada..., sólo una abogada más, perdida entre la maraña de jóvenes abogados que intentaban, junto con ella, abrirse paso por la vida jurídica, ganando apenas para vivir e incluso menos.
Armando se había transformado en un comerciante establecido, aunque no demasiado próspero aún, pues recién comenzaba; sin embargo, ya podía darse el gusto de comprar los carísimos libros de Filosofía, esas traducciones directas del griego y a veces los mismísimos textos en griego, aunque su griego lenta e imperceptiblemente se oxidaba.
Y Rodrigo venía a decirle que Armando vivía casi en plenitud.
Casi.
Ya que además era sabido -según Rodrigo se había informado- que acababa de vivir una separación algo violenta. Si Rodrigo quería obtener alguna posibilidad amatoria -hasta este punto remota, pero no imposible-, debió haberse abstenido del último comentario, pero él siempre había sido algo torpe en estas cuestiones.

Armando, maldito Armando, el varias veces maldito nombre de Armando resonaba en la cabeza de Emilia, mientras revisaba el único expediente que tenía a su cargo. Aquel desgraciado arrogante, cuya actitud, cualquiera que fuese, se le antojaba una sutil forma de desprecio hacia ella, seguramente motivada porque no entendía ni le interesaba el concepto del súper hombre en Nietzsche.
Aquel estúpido, porque para Emilia necesariamente debía serlo, a riesgo de asumir una estupidez propia, parecía siempre ocupado en las cosas más absurdas de la Tierra, o quizá de fuera de la Tierra misma.
Él -que hubiera podido ser comparado con el Thales de la fábula, si es que Emilia hubiese conocido la fábula, quien por contemplar los misterios del cielo había caído a un precipicio y se había roto la pierna- era más próspero que la promisoria abogada que revisaba su única causa; un solo caso era lo que le había podido ofrecer una carrera que en otro tiempo se le antojaba llena de algo así como el glamour... o lo que fuera que su fantasía concibiera.
Emilia caminó fuera del tribunal y, pese a que no lograba sustraerse a los complejos recuerdos, lucía como siempre radiante, con su melena rubia perfectamente equilibrada entre la soltura y la rigidez de un peinado de perfección imposible y su rostro portaba un maquillaje impecable. Su ropa no denotaba pobreza alguna y atraía las miradas más salvajes y deseosas de los hombres transformados en bestias de tanto ser torturados por el calor y por la visión de las zonas femeninas que en invierno permanecen ocultas.
Ella, por una dignidad mal entendida y sobre todo por sus propias y grandilocuentes fantasías, se creía casi noble, claro que con un extraño concepto de la nobleza: uno que incluye el atraer las miradas de los hombres... Caminó por las calles y por el insoportable calor de febrero, compró una bebida gaseosa en una cafetería pequeña y, desenfundando su agenda electrónica, comenzó a hacer inútiles llamadas por su celular prepagado con tarjeta. Era un pequeño ritual que dotaba a su vida de la dosis exacta de sentido que ella necesitaba.
Al cabo de un cuarto de hora, ya no le quedaba nada más por hacer.
Rápidamente enfiló de nuevo hacia los tribunales, acaparando como de costumbre todas las miradas; mal que mal se esforzaba en ello para después poder despreciarlas. No había ningún apuro, pero el paso rápido era otro ritual de mujer ocupada. Desviándose del camino levemente, llegó ante la puerta del Café Bretaña. El letrero, escrito con letras góticas negras, lucía una gran flor de lis y una pequeña corona. Podía reconocerse la mano de Armando en el diseño, un letrero sobrio, tradicional y elegante..., anticuado, pasado de moda e incluso casi feo.
Entonces ella fue presa de una serie de recuerdos que ahora se volvían incontrolables. Recordó cómo, cuando caminaba con aquellos tacos que aún se le hacían incómodos en la universidad y que durante los exámenes era obligatorio llevar -debido a esa formalidad compulsiva de la que padecen los juristas-, resbaló por las escaleras para caer en los brazos de aquel imponente Armando, que lucía traje y corbata por la misma razón. Armando, que era un hombre corpulento, con aspecto más bien de luchador que de abogado o de filósofo, la había agarrado al vuelo durante la caída e impasiblemente le había dicho:
- Ten cuidado con esos zapatos -y había continuado su camino absorto en alguna discusión filosófica con algún compañero, pues por aquella época ya demostraba poco interés por cuestiones jurídicas.

Así se habían conocido.
Después vino todo el proceso para que aquel tipo, siempre absorto, cuya locuacidad y sociabilidad no lograban hacerle menos taciturno y levemente estúpido en lo que a mujeres se refería -no creía que realmente pudiera llamar su atención- por fin se fijara en ella. La ropa que ella solía usar en aquel tiempo tampoco ayudaba. Jeans y blusas enormes. Debió recurrir a un guardarropa prestado para que Armando le dirigiera su atención, debió aprender a lucir femenina y a lograr una apariencia algo más adulta, menos provinciana y más sensual -sería el aprendizaje más importante de su vida. De ahí en adelante fue todo sobre ruedas y terminaron casi viviendo juntos en el departamento que tenía en Santiago el abuelo de Emilia..., casi, pues Armando era forzado a huir cada vez que venía algún pariente, pues ella nunca fue capaz de confesar a su familia que vivía con un tipo, pues para ellos toda hija, toda hermana y toda madre eran vírgenes vestales.
Después vino la vorágine, la crisis.
Mientras más se aproximaba el final de la carrera, una extraña angustia se apoderaba de él hasta que finalmente debió congelar un semestre que no volvería a retomar jamás. Había partido a lo suyo: a la Filosofía.
Ese fue el fin de todo. La idea era casarse con un abogado y no con un filósofo muerto de hambre.
Pero la economía también era una preocupación para él. Desde muy joven, sus padres habían cultivado en él un miedo terrible a la pobreza para impedir que sus teoréticas inclinaciones le desviaran de la meta que se le había impuesto como el legítimo heredero al trono jurídico del padre. Su anárquica naturaleza rebelde y alérgica a la autoridad le fue llevando poco a poco al comercio. Primero fueron pequeños negocios que resultaban sumamente exitosos, tanto como para que su padre llegara a admirarse y decidiera invertir nuevamente algún capital en aquella oveja que, si bien no era negra, al menos era de un extraño color oscuro. Así finalmente logró instalarse con el Café Bretaña, con lo cual creía haber dado por saldadas casi todas sus cuentas con la vida. Casi, pues Beatriz, la mujer que se había enamorado del filósofo, comenzó a ver a un verdadero extraño en aquel comerciante que se había vuelto de pronto solvente, terreno e independiente. Esa independencia pasó a ser a ojos de Beatriz tan peligrosa, que finalmente logró acabar con aquel amor tan sublime. Lo que dejó a un Armando resquebrajado, presa de una extraña sensación de flotar en el vacío y sin dirección alguna.
Esto en lo que a sus emociones se refiere, pues le estaba yendo muy bien en todo lo demás.
Emilia observaba el Café Bretaña desde una esquina. Ahí estaba ese hombre que la había abandonado, ahora dueño de edward-hopper-print-c12737120esa irritante estabilidad económica que ella, siendo abogada y todo lo demás, no podía lograr. Ni siquiera su remedo de aristocrática dignidad hacía disimulable el odio que comenzaba a invadirla y que su naturaleza recibía de tan buena gana. Se dio la media vuelta y en un restaurante cercano pidió un jugo de frutas y tomó un calmante para poder contener aquella furia. Repasaba los años de vida en pareja una y otra vez, y parecía que a cada momento la penetraba más el odio. Abruptamente todo se calmó, se calmó cuando vio a Armando desde la ventana: él salía al quiosco más cercano a comprar cigarrillos. Ahí estaba, igual que antes, pero barbado y de cabello largo, llevando bermudas y sandalias. Otrora jamás hubiera sido concebible verle lucir así. El odio dio paso a la confusión: ¿podía ser que, después de diez años, todavía amara a ese hombre? ¿O acaso sólo extrañaba aquella fogosidad con la que se equilibraba su naturaleza teorética?

Emilia ya se había entregado a demasiadas cavilaciones, a demasiados recuerdos y ello no concordaba con su tipo más bien de acción. Pero el torrente de recuerdos y sentimientos encontrados la dotó por un instante de una mirada que hubiera sido la delicia de algún pintor del Romanticismo y de un aire que, en alguna época en la que ella era más pura, se hubiese podido transformar en angelical. Tranquilizada por la inescrutable composición química de la pastilla, pero no por ello menos decidida, pagó la cuenta y se encaminó al Café Bretaña.
- ¿Cuándo me vas a terminar de explicar cómo es que ser y nada son lo mismo?
- Es difícil de entender, porque violenta nuestra percepción lógica más natural, Isabel, el concepto hegeliano de devenir puede iluminar al respecto..., pero ahora viene un cliente.
Isabel era una joven egresada de Historia que trabajaba como cajera en el Bretaña, una mujer erudita y hermosa, que se había casado a los dieciocho y se había separado a los veintiuno. Entre ellos había habido algún grado de romance alguna vez, pero ya no.
A Armando principalmente le hacía gracia y, más por hacerle un favor y tener a alguien con quien conversar que por auténtica necesidad, la había contratado medio tiempo como cajera.
Armando gozaba de manera casi pervertida diciendo a Isabel que la Historia se encontraba en un nivel mucho más bajo que la Filosofía, la que siendo inútil, de acuerdo con los pensadores más clásicos, poseía el objeto de estudio más excelso. Isabel solía entonces recordar a Armando su reciente ruptura y le hacía notar que pese a toda la dignidad de la filosofía, no se convertía en un dios y que permanecía siendo tan despreciablemente humano como siempre. Él, con su aspecto de peleador de lucha libre, soltaba una sonora carcajada que sonaba algo triste. Era un diálogo que entre ellos se reformulaba a diario, su chiste privado.
Isabel atendió al cliente, quien fue a la barra a tomar su café cortado. Armando aprovechó el momento para salir a comprar cigarrillos y no se percató de que era observado desde el restaurante de la esquina de enfrente.
Armando pidió además su ejemplar de la revista Ciencia y Mundo, pero aún no llegaba la edición del mes; pesadamente volvió al café algo aturdido por el calor. Mientras, el dueño del quiosco divisó entrar a una rubia muy bien vestida al Bretaña, una rubia que no se parecía a las camareras. A pesar de encontrarla algo delgada para su gusto, hubo de reconocer que era una joven hermosa.

Isabel le indicó a Armando que una mujer lo buscaba.
-Hola, Armando, he venido a buscar una explicación. -Emilia lucía como siempre, quizá incluso más bella que de costumbre. Armando quedó tan impresionado que incluso el calor dejó de aturdirlo.
Una explicación.
El final de aquella antigua relación había sido algo muy difuso, y su distancia lo volvía más borroso aún. Armando había huido de todo y Emilia había sido una víctima más de aquella época terrible. O por lo menos eso era lo que Armando sentía. En realidad, Armando había perdido la clara conciencia de aquél período, eso si es que alguna vez la había tenido.
Ahora ella estaba allí, de pie ante él, pidiendo extrañas explicaciones de una época que se había hecho tan borrosa, tan lejana, tan olvidada y sobre todo tan ajena. Armando era ahora tan diferente de aquel estudiante de Derecho que no hubiese podido reconocerse y allí estaba lo que parecía el recuerdo de una vida anterior, si es que tales cosas realmente existen.
- Emilia Luna Chassieur, ¡cuántos años han pasado! -fue todo lo que atinó a decir, mientras una extraña sensación le hacía sentir que podía enfrentar su propia perdición, su propia caída. Por algún extraño e inexplicable motivo esperaba ver salir un revólver y recibir algunos tiros.
Llegó a pensar en algún esbozo de culpa.
Acaso no hubiera internalizado correctamente una actitud acorde con su filosofía preferida, pero también existía la muy remota posibilidad de que se tratase de algún extraño presentimiento...
Isabel contemplaba desde la caja la escena y, aunque no le parecía extraña, no dejaba de sorprenderla.

La conversación entre ellos giró sobre las inexistentes causas que Emilia veía en el tribunal. Armando estaba acostumbrado a sus fantasías y exageraciones, así que no prestó demasiada atención. Tampoco le importaba. Siempre había creído que el hecho de no ser abogado había sido un regalo de algo así como la providencia, y podía verse que a los abogados jóvenes no les iba demasiado bien. Muchos de ellos eran clientes del Café Bretaña, y era posible verles juntar monedas para los cafés. Algunos, como Emilia, acaso por delirios de grandeza adquiridos debido al apellido francés o bien por alguna extraña carencia química del cerebro, se comportaban como si realmente fuesen personas muy importantes.
El Café Bretaña había sido diseñado por un condiscípulo de Armando que había llegado a ser arquitecto, lo que le daba cierta singularidad. Era un lugar amplio, no había mesas y en una barra los clientes tomaban el café de pie. Se habían puesto de moda ese tipo de lugares y se les conocía como "cafés con piernas", debido a los mínimos atuendos de las camareras. El Café Bretaña era uno de los mejor concebidos. Emilia probó el café y le pareció excelente, además el local era de los más grandes que había visto, si es que no el más grande.
- ¿Y este negocio es tuyo, Armando?
- Sí.
- ¿No me presentas a tu amiga? -interrumpió Isabel extrañada. Armando ya estaba curtido en la contemplación de mujeres en audaces atuendos todos los días, estaban allí, atendiendo el negocio y su torpeza con el sexo opuesto se había ido desvaneciendo con los años. Isabel supo, sin necesidad de recurrir a su formación de historiadora, que aquí había algo de historia, pero no lo comentó por un extraño acceso de pudor.
Armando hizo las presentaciones correspondientes y Emilia inmediatamente, y sin tener que adivinar pasados, odió a Isabel. Había allí una mujer hermosa de la misma especie que él. Sin necesidad de demasiado tiempo, Emilia había aprendido a oler a los intelectuales y estudiosos de cualquier calaña y a odiarlos. A odiarlos con el alma, pues ellos vivían en el inaccesible mundo de Armando, ese mundo del que ella siempre estaría excluida.
Emilia se retiró pretextando que debía cobrar una deuda, inexistente por cierto, y quedaron de salir a comer esa noche. Isabel contemplaba a Armando iluminado por una sonrisa.
- ¿Quién es ella?
-Un recuerdo olvidado de tiempos inmemoriales, Isabel, ella fue mi primer amor, allá por los diecinueve años...

- ¡Ja! Te hacía más precoz en estas cosas, Armando.
- La torpeza se demoró en dejarme, pero por fin lo hizo, gracias a los dioses.
Armando solía hablar de los dioses, como los antiguos.
A Isabel le pareció demasiado conveniente su aparición. Venir a aparecerse cuando Armando era un comerciante establecido y no cuando era un estudiante tan pobre como todos... sin embargo, no quiso comentar nada.
Desde la cafetera alguien más observaba.
Gabriel padecía de una educación mediocre muy a su pesar, y había perdido la esperanza de reinventarse en ese sentido, pero cada tanto lo resentía y de pronto se encontraba en un trabajo controlado por profesores que eran además profesores frustrados en cuanto tales. Entonces descubrió que no eran mal recibidas las preguntas.
- Isabel ¿Quién fue Guillermo el conquistador?
- Oiga, jefe, ¿conoce a un tal Epicuro?
- ¿Quién fue Nietzsche? ¿Conoce algo de Marx? -Sin embargo, la pregunta que cambió su vida fue otra.

- ¿Qué me recomienda leer para iniciarme en serio en la Filosofía?
Esta pregunta le daría el raro privilegio de tener acceso pleno a la nutrida biblioteca de su jefe. La respuesta fue obviamente Platón. Gabriel se pasó el verano leyendo a Platón y pronto pudo pasar a Aristóteles, a la Metafísica ni más ni menos, ya que Armando pensaba que si no se podía entender de Metafísica no se podía entender nada de Filosofía. Gabriel logró una aceptable comprensión del tema por sí mismo, y Armando procuró llenar los vacíos, mientras que Gabriel evolucionaba paulatinamente de la Filosofía a la poesía, gracias al acceso pleno a la biblioteca. Así, lentamente, el Bretaña se transformó en un café atendido por eruditos... no eran más que personas instruidas, pero ello ya podía elevar a un hombre a una categoría de genio por aquello del país de los ciegos.
El verano era una mala época para los cafés y todos languidecían, incluso el Bretaña se llenaba sólo por algunas horas. Ello comenzó a preocupar a Armando, quien se vería obligado a prescindir de los servicios de Isabel, cosa que no estaba muy dispuesto a asumir, así que siempre postergaba la decisión. La había contratado más por hacerle un favor que por otra cosa, pero su presencia le había permitido llevar una vida menos laboriosa y practicar su amado judo todos los días. Él había ganado algunos torneos y la lucha le permitía descargar tanta preocupación, además, la joven le hablaba de cuestiones ajenas al negocio que le recordaban que alguna vez había pasado por la universidad con el mayor de los placeres. Emilia, sin embargo, ya había decidido que Armando debía ahorrarse el costo de Isabel.
Gabriel también contempló la escena desde detrás de su máquina. Si bien no se enteró de lo que habían hablado Armando y Emilia, Isabel lo puso al día mientras que él practicaba judo. Gabriel recordó su propia experiencia y de alguna forma la comparó con lo que sucedía. Pero él había aprendido a ser sordo, ciego y mudo para estas cuestiones, así que nada comentó.
Gabriel supo que la Filosofía no previene en contra de ciertos errores y ello le causó más de alguna reflexión digna de Kierkegaard y él todavía no se enfrentaba a ese autor.
Armando regresó de su entrenamiento vestido elegantemente; ni se parecía al tipo que había salido vestido de bermudas y sandalias. Isabel no pudo evitar reír al verle y Gabriel sonrió para sus adentros. En todo caso se veía feliz, no parecía rodeado del aura melancólica con la que siempre se le veía, a no ser por la barba que aún le ennegrecía el rostro. Esa noche, cuando cerraron, Armando no parecía ni siquiera cansado.
La cena tuvo lugar en el restaurante japonés preferido de Armando. Por alguna extraña razón Emilia habló de sus estudios de cábala en un centro judío, cosa que a él le impresionó. Los Chassieur, germanófilos franceses, habían llegado a Chile huyendo después de la guerra. La abuela lucía en las fotos de la época un pañuelo que ocultaba su cabeza afeitada. Tal vez don Giles nunca había sido francés después de todo, ya que su acento parecía más bien alemán y su francés era el hazmerreír de todos los que sabían un poco del idioma. Armando hubiera podido adivinarlo: la simpatía por las doctrinas judías estaba dada por la simpatía por los capitales judíos que alguna vez dejaron buenos honorarios.
La velada estuvo plagada de recuerdos, de excitantes recuerdos, de recuerdos románticos, de recuerdos tristes. Hubo mucho para recordar de los tres años que habían estado juntos. Y mucho que inventar, en el caso de Emilia, que inventaba de una manera burda, por lo que Armando sólo fingía oírle. Estaba frente a él la posibilidad de empezar de nuevo y de rearmar su solitaria vida así que no perdió el tiempo en escuchar.
Esa noche, después de la cena, llegaron al departamento de ella, pues Armando vivía en un cuarto de pensión, para ahorrar. El departamento había sido alguna vez de Ana Chassieur, difunta hermana de don Giles, otra "francesa". Era un pequeño departamento de dos ambientes adornado con gustos de vieja y con un toque conservador y rígido. Aún estaba igual a cuando tía Ana vivía. Ya antes Armando había estado allí una vez en que Emilia cuidaba dicho apartamento, mientras la señora, perdón, señorita, viajaba con algún novio por el sur del país, ya que era conservadora sólo en cuanto a decoración se refería. Allí estaba todavía el pequeño comedor normando que tenía bancas en vez de sillas, aquel sofá en el que Armando había vendado los ojos de Emilia y había recorrido su cuerpo con trozos de hielo, mientras que el mismo santo de madera que estaba en la pared los miraba con sus ojos benevolentes. La cama sin embargo era otra, ya no estaba la cama de tía Ana, la que no podían usar..., sí era evidente el curso que había tomado el día y absurdo resistirse al recorrido que las manos de Armando comenzaban siguiendo los mapas elaborados en oriente. No quedaba sino responder con besos.

Luego de hacer el amor, Emilia cavilaba en el extraño curso que había tomado el día.
"El muy desgraciado", pensaba.
El muy desgraciado la había vuelto a llevar a un grado de placer inefable, pero eso no era todo: el muy desgraciado había podido volver a despertar antiguos sentimientos, acaso alguna forma primitiva de amor. Ella tenía en mente la extraña fantasía de destruirlo, de usarlo y, sin embargo, eso no podría ser, porque el gigante que reposaba en aquella cama estaba inspirando de nuevo aquella ternura, aquel cariño, incluso con aquella horrible barba que provocaba comezón no precisamente en la boca. Emilia se sentó en el sofá del hielo y encendió otro cigarrillo desnuda. Desde allí podía verle y escucharle roncar. Un ronquido que hasta comenzaba a antojársele tierno y dulce, un ronquido que era algo nuevo, pues antes no solía roncar y su sueño era silencioso como el de una piedra.
Algo había que hacer. La mente de Emilia recuperó de pronto el tono casi pragmático de siempre. Podía existir la posibilidad, la remota posibilidad, de que todavía amase a ese hombre, amarlo con su extraña forma de amar, pero amarlo. Después de todas las experiencias que intentaron borrarlo de la memoria, después de haber conocido a tantos amantes, como a ella le gustaba decir parafraseando quién sabe qué, Armando continuaba siendo el mejor, y no tanto por sus técnicas taoístas. Acaso fuera sólo por el hecho de ser un reencontrado primer amor: los clichés de telenovela tenían el poder de conmoverla más que nada en el mundo.
Emilia estaba intentando ordenar sus sentimientos e ideas para poder enfrentar el nuevo problema. Ya que no se vengaría de Armando -de paso descubrió que había querido vengarse- podía pactarse una forma de indemnización. Su jurídica mente no tardó en llevar las cosas a un plano contractual. Ya que aparentemente todavía amaba al tipo y ya no se le antojaba dañarlo, al menos por el momento, entonces, como si fuese una cláusula, apareció en ella la idea de casarse con Armando. Así él estaba obligado a mantenerla sin trabajar.
Brillante solución, una suerte de compensación...
Bastaba con esperar a que Armando alcanzara el grado de prosperidad que le permitiera, de acuerdo con lo que ella creía que aún era su muy conservadora forma de pensar, casarse. Emilia calculó el valor de las instalaciones del Bretaña en precios estratosféricos y su fantasiosa mente le hizo ver a Armando como un hombre rico..., el hombre ideal, el que le permitiría llevar la vida de ocio que siempre había soñado. Emilia se felicitó por su buena suerte. Armando además parecía haber olvidado sus absurdas filosofías, ese extraño interés por las cosas raras que no les importan al resto de los mortales. Claro, Emilia no sabía de los coloquios de Armando con Isabel, no sabía de la educación de Gabriel ni tampoco sabía de los libros de filosofía que compraba. La conversación del restaurante había girado acerca de los recuerdos y de las ambiciones comerciales de Armando, pues debido a que él sabía de la aversión de ella por los temas metafísicos, se había contenido.
Aunque no podría contener su más íntima naturaleza por demasiado tiempo.
Para Emilia esa noche, sin embargo, el futuro parecía resplandecer. nighthawks-by-edward-hopper1Algunos derechos reservados (c)

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